Paternalismo con «Tomahawks»
Lorenzo Contreras
Desde que se deshizo la Unión Sovietica, ninguna novedad política o geopolítica puede considerarse tan importante y fundamental como a creación de «una OTAN transformada», según los términos convenidos por los socios de la Alianza en la «cumbre» celebrante de su quincuagésimo aniversario. Esa expresión, perdida en el texto de la declaración de Washington (24, 25 de abril de 1999), sucumbe bajo el peso más acusado, por resonante, de la fórmula «nuevo concepto de la OTAN», que parece acorde con la idea lampedusiana de que todo debe cambiar para que nada cambie.
Sin embargo, algo ha cambiado, y mucho, en esa «OTAN transformada». Y no porque sus estrategas -ya se pueden imaginar quienes son- quieran «arreglar» mejor los males de una gran zona del planeta, con repercusiones para el globo entero, sino porque pretenden, y van camino de lograrlo, un mundo controlado bajo criterios inspirados en una supuesta «pax» sólida y perdurable.
En realidad todo había cambiado antes, desde la caída de la Unión Soviética y la transformación de China. El viejo equilibrio mundial basado en la compensación de fuerzas, históricamente mantenido en diferentes siglos y épocas desde la caída del Imperio Romano, ha dejado de existir.
El equilibrio de la disuasión o del «deterrent» nuclear tiende a verse sustituido por una especie de paternalismo armado ejercido desde la cabecera del único Imperio superviviente: los Estados Unidos de América. Sería ingenuo pensar que el proyecto, ahora en incipiente concreción, estuvo en embrión desde hace poco tiempo y que ha sido la crisis yugoslava el elemento catalizador de una cristalización no demasiado premeditada.
Si Kosovo no hubiera existido como foco, otro lo habría reemplazado. La balcanización de los Balcanes, durante tantos años pacificados bajo la mano de Tito, ha sido en realidad un proceso en el que han intervenido manos que, por adivinables, no merecen figurar en la categoría de los misterios. La expansión de la Alemania reunificada tenía que operarse sobre los esquemas centroeuropeos que presidieron el grande artificio del Imperio Austro-Húngaro. Las sorpresas son, en ese sentido descartables.
Pero lo que podía interesar a Alemania, y en un sentido religioso-católico al mismísimo Vaticano, se inscribía en un marco mucho más vasto de intereses geoestratégicos mundiales o, cuando menos, continentales y hasta hemisféricos. Y así aparecen los Estados Unidos con sus «arrières pensèes», en los que Croacia, Bosnia y ahora Kosovo dan la impresión de ser meros accidentes de un camino ya trazado. esas reservas mentales o ideas preconcebidas de los estrategas washingtonianos han gravitado sobre las sucesivas tragedias balcánicas a la manera en que las enfermedades o las patologías entran en el campo de la experimentación de los sabios de laboratorio.
La preocupación humanitaria que impregna el nuevo evangelio de la intervención armada, y seguramente moviliza a toda la industria de guerra con sus astronómicos beneficios, casa bien con la supuesta intención curativa de los patólogos atlánticos. Una gigantesca organización con aires de falsa ONG abastecida de «tomahawks» va a bombardear en el futuro todo lo bombardeable hasta que los distintos enfermos se recuperen o más bien perezcan de su propia convalecencia.
El drama yugoslavo, con toda la evidencia de sus poblaciones castigadas (también la población serbia, no se olvide), resulta la pantalla ideal para que el nuevo orden resultante de la caída del Imperio Soviético dirija en la dirección que le convenga sus pasos providentes. Un telón de lágrimas se alza sobre los escombros del otro telón, que primero fue de acero, o de hierro según la fraseología churchilliana, y luego de ladrillo y cemento en el viejo Berlín dividido.
Ahora ya no hay divisiones físicas (o se va hacia su desaparición), sino ocupación potencial de un área inmensa en la que en nombre de la felicidad de los pueblos se construye desde Washington nada menos que «un continente sin divisiones mediante el impulso y el fomento de una Europa libre y unida».
Lo que Europa tenga que decir, con España dentro, no promete muchas dudas. Casi ninguna, salvo matices. Una anchurosa llanura de unanimidades y consensos será probablemente el escenario inaugural de un venturoso siglo XXI.
Texto del periódico estrelladigital. es